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PREFACIO DEL AUTOR
El origen de El agente secreto, tema, tratamiento, intención
artística y todo otro motivo que pueda inducir a un escritor a asumir su
tarea, puede delinearse, creo yo, dentro de un período de reacción
mental y emotiva.
El hecho es que comencé este libro impulsivamente y lo escribí sin
interrupciones. En su momento, cuando estuvo impreso y sometido a la
crítica de los lectores, fui hallado culpable de haberlo escrito.
Algunas imputaciones fueron severas, otras incluían una nota angustiosa.
No las tengo prolijamente presentes, pero recuerdo con nitidez el
sentido general, que era bien simple, y también recuerdo mi sorpresa por
la índole de las acusaciones. ¡Todo esto me suena ahora a historia
antigua!
Y sin embargo ocurrió hace no demasiado tiempo. Debo concluir que en
el año 1907 yo conservaba aun mucho de mi prístina inocencia. Ahora
pienso que incluso una persona ingenua pudría haber sospechado que
algunas críticas surgían de la suciedad moral y sordidez del relato.
Por supuesto ésta es una seria objeción. Pero no fue general. De
hecho, parece ingrato recordar tan diminuto reproche entre las muchas
apreciaciones inteligentes y de simpatía. Confío en que los lectores de
este prefacio no se apresurarán a rotular esta actitud como vanidad
herida o natural disposición a la ingratitud. Sugiero que un corazón
caritativo bien podría atribuir mi elección a natural modestia. Con
todo, no es estricta modestia lo que me hace seleccionar ese reproche
para la ilustración de mi caso. No, no es modestia exactamente. No estoy
nada seguro de ser modesto; pero los que hayan leído hondo en mi obra,
me adjudicarán la suficiente dosis de decencia, tacto, savoir faire, y
todo lo que se quiera, como para precaverme de cantar mi propia
alabanza, más allá de las palabras de otras personas. ¡No! El verdadero
motivo de mi selección estriba en muy distinta cualidad.
Siempre fui propenso a justificar mis acciones, no a defenderlas. A
justificarlas; no a insistir en que tenía razón, sino explicar que no
había intención perversa ni desdén secreto hacia la sensibilidad natural
de los hombres en el fondo de mis impulsos.
Este tipo de debilidad es peligroso sólo en la medida en que lo
expone a uno al riesgo de convertirse en un pesado; porque el mundo, en
general, no está interesado en los motivos de cualquier acto hostil,
sino en sus consecuencias. El hombre puede sonreír y sonreír, pero no es
un animal investigador: gusta de lo obvio, huye de las explicaciones.
A pesar de todo seguiré adelante con la tarea. Era evidente que yo
no tendría por qué haber escrito este libro. No estaba bajo el
imperativo de habérmelas con este tema; y uso la palabra tema en el
sentido de relato en sí mismo y en el más amplio de una especial
manifestación en la vida del hombre. Esto lo admito en su totalidad.
Pero nunca entró en mi cabeza la idea de elaborar mera perversidad con
el fin de conmover o incluso sólo de sorprender a mis lectores con un
cambio de frente. Al hacer esta declaración espero ser creído, no por la
sola evidencia de mi carácter, sino porque, como cualquiera puede
verlo, todo el tratamiento del relato, la indignación que la alienta, la
piedad y el desprecio subyacentes prueban mi separación de la suciedad y
la sordidez: la suciedad y la sordidez son nada más que las
circunstancias externas del medio ambiente.
El inicio de la escritura de El agente secreto fue inmediato a un
período de dos años de intensa absorción en aquella remota novela
Nostromo, con su distante atmósfera latinoamericana, y la profundamente
personal Mirror of the Sea. La primera, una intensa acometida creativa
sobre la que supongo que siempre se fundamentará mi elaboración más
amplia; la segunda, un esfuerzo sin restricciones para develar, por un
momento, las profundas intimidades del mar y las influencias formativas
de mi cercana primera mitad de vida. También fue un período en que mi
sentido de la veracidad de las cosas estaba acompañado por una muy
intensa disposición imaginativa y emocional que, por genuina y fiel a
los hechos que fuese, me hacía sentir, una vez cumplida la tarea, como
si me hubiese perdido en ella, a la deriva entre cáscaras vacías de
sensaciones, extraviado en un mundo de distinta, de inferior valía.
No sé si en realidad experimenté que quería un cambio, cambio en mi
imaginación, en mi visión y en mi actitud mental. Pienso más bien que ya
se había introducido en mí, impremeditado, un cambio en mi postura
anímica fundamental. No recuerdo si pasó algo definitivo.
Con Mirror of the Sea, terminada en la total conciencia de que me
había entendido honestamente conmigo mismo y con mis lectores en cada
línea de ese libro, me entregué a una pausa no desdichada. Después,
mientras todavía estaba en ella, por así decir, y por cierto no pensaba
salirme de mi modo de ver la perversidad, el tema de El agente secreto-
quiero decir la anécdota- se me impuso a través de unas pocas palabras,
pronunciadas por un amigo, durante una conversación acerca de la
anarquía o, más bien, las actividades anarquistas; no recuerdo ahora
cómo surgió la cosa.
Recuerdo, sin embargo, que subrayamos la criminal futileza del
asunto, doctrina, accionar y mentalidad y el despreciable aspecto de esa
alocada posición, considerándola un descarado fraude que explota las
punzantes miserias y apasionadas credulidades de una humanidad siempre
tan anhelosa de autodestrucción. Esto es lo que hizo para mí tan
imperdonables las pretensiones filosóficas de esa doctrina. De
inmediato, pasando a instancias particulares, recordamos la ya vieja
historia del intento de volar el Observatorio de Greenwich: hecho tan
vacuo y sanguinario que es imposible rastrear su origen mediante un
proceso de pensamiento racional o irracional. Porque también la sinrazón
tiene sus propios procesos lógicos. Pero este atropello no podría
comprenderse por ninguna vía racional y así nos quedamos enfrentados con
la realidad de un hombre hecho añicos, en aras de algo que ni
remotamente se parece a una idea, ya sea anarquista o de otro tipo. En
cuanto a la pared exterior del Observatorio, no mostró mucho más que una
débil grieta.
Le hice notar todo esto a mi amigo, que permaneció en silencio por
un rato y luego anotó con su característico modo casual y omnisciente:
«Oh, ese tipo era medio imbécil. Su hermana se suicidó poco después»
Estas fueron las únicas palabras que intercambiamos; para mi máxima
sorpresa, luego de esa inesperada muestra de información, que me dejó
mudo por un instante, él siguió hablando de algún otro tema.
Nunca se me ocurrió después preguntarle cómo había llegado a conocer
esos datos. Estoy seguro de que si él llegó a ver alguna vez en su vida
la espalda de un anarquista, ésa debe haber sido su única conexión con
el mundo del hampa. No obstante, mi amigo era una persona que gustaba
hablar con todo tipo de gente y pudo haber recogido esos datos
esclarecedores de segunda o tercera mano, de un barrendero que pasaba,
de un oficial de policía retirado, de algún asiduo de su club o incluso,
tal vez, de algún ministro de Estado con quien se haya visto en una
recepción pública o privada.
De todos modos, sobre la categoría de esclarecedores no puede haber
ninguna duda. Era como caminar desde un bosque hacia una llanura: no
había mucho para ver pero sí había muchísima luz. No, no había mucho
para ver y, francamente, por un rato considerable no logré percibir
nada. Quedaba tan sólo la impresión de luminosidad, la cual, a pesar de
su calidad satisfactoria, era pasiva. Más tarde, después de una semana,
me encontré con un libro que, hasta donde yo sé, no ha obtenido nunca
éxito: las muy escuetas memorias de un auxiliar de comisario de policía,
un hombre de obvia competencia, con una fuerte impronta religiosa en su
carácter, que llegó a ese cargo en la época de los atentados
dinamiteros en Londres, por los años ‘80. El libro era bastante
interesante, muy discreto, por supuesto; he olvidado en este momento el
conjunto de su contenido. No incluía revelaciones, rozaba la superficie
agradablemente y eso era todo. No trataré siquiera de explicar por qué
me sentía atraído por un corto pasaje de unos siete renglones, en el que
el autor (creo que su nombre era Anderson) reprodujo un breve diálogo
mantenido en un pasillo de la Cámara de los Comunes, después de un
imprevisto atentado anarquista, con el Secretario del Interior. Creo que
por entonces lo era Sir William Harcourt. El ministro estaba muy
irritado y el policía se mostraba apologético. De las tres frases que
intercambiaron, lo que más me llamó la atención fue el airado arranque
de Sir W. Harcourt: « todo esto está muy bien. Pero su idea de la
reserva acerca de ellos parece consistir en mantener al Ministro del
Interior en la oscuridad». Buena caracterización del temperamento de Sir
W. Harcourt, pero no mucho más; aunque debe haber habido una cierta
atmósfera en todo el incidente porque de inmediato me sentí estimulado. Y
en mi mente sobrevino lo que un estudiante de química entendería muy
bien comparándolo con la adición de una diminutísima gota del elemento
pertinente, que precipita el proceso de cristalización en un tubo de
ensayo lleno de alguna solución incolora.
Primero experimenté un cambio mental que removió mi imaginación
aquietada, en la que formas extrañas, bien delineadas en sus contornos,
pero imperfectamente aprehendidas, aparecieron exigiendo atención, como
los cristales lo harían con sus formas caprichosas e inesperadas. A
partir de ese fenómeno comencé a meditar, incluso acerca del pasado:
acerca de Sudamérica, un continente de crudo sol y brutales
revoluciones; acerca del mar, vasta extensión de aguas saladas, espejo
de los enojos y sonrisas del cielo, reflector de la luz del mundo.
Luego surgió la visión de una enorme ciudad, de una monstruosa
ciudad, más populosa que algunos continentes, indiferente a los enojos y
sonrisas del cielo en sus obras; una cruel devoradora de la luz del
mundo.
Había allí lugar suficiente para desarrollar cualquier historia,
profundidad suficiente para cualquier pasión, suficiente variedad para
un marco ambiental, oscuridad suficiente para sepultar cinco millones de
vidas.
Irresistible, la ciudad se convirtió en el entorno para el siguiente
período de profundas meditaciones tentativas. Panoramas sin fin se me
abrieron en diversas direcciones. ¡Hubiera llevado años encontrar el
camino correcto! ¡Parecía que iba a llevar años!... Con lentitud el
vislumbrado convencimiento de la pasión paternal de Mrs. Verloc creció
como una llama entre mi persona y ese entorno, tiñéndolo con su secreto
ardor y recibiendo, a cambio, algo del sombrío colorido ambiental.
Por fin la historia de Winnie Verloc se irguió completa desde los
días de su infancia hasta el desenlace, desproporcionada todavía, con
todos sus elementos aun en el plano focal, como estaba; pero lista ahora
para ser abordada. Fue trabajo de unos tres días.
Este libro es esa historia, reducida a proporciones lógicas, con
todo su transcurso sugerido y centrado alrededor de la absurda crueldad
de la explosión del Greenwich Park. Tuve allí una labor no precisamente
ardua, pero sí de absorbente dificultad. Con todo, había que hacerla.
Era una necesidad. Las figuras agrupadas alrededor de Mrs. Verloc y
relacionadas directa o indirectamente con su trágica sospecha de que “la
vida no resiste una mirada profunda”, son el resultado de esa real
necesidad. En forma personal nunca dudé de la realidad de la historia de
Mrs. Verloc, pero había que desprenderla de su oscuridad en esa inmensa
ciudad, hacerla creíble. Y no me refiero tanto a su alma cuanto a sus
circunstancias, no aludo tanto a su psicología cuanto a su humanidad.
Para las circunstancias no faltaban sugestiones. Tuve que pelear duro
para mantener a distancia prudencial los recuerdos de mis paseos
solitarios y nocturnos por todo Londres, en mi juventud, para que no se
abalanzaran abrumadores en cada página de la historia, ya que emergían,
uno tras otro, dentro de mi estilo de sentir y de pensar, tan serio como
cualquier otro que haya campeado en cada línea escrita por mí. En este
sentido pienso, en realidad, que El agente secreto es un genuino
producto de elaboración. Incluso el objetivo artístico puro, el de
aplicar un método irónico a un tema de esta índole, fue formulado con
deliberación y en la creencia fervorosa de que sólo el tratamiento
irónico me capacitaría para decir todo lo que sentía que debía decir,
con desdén y con piedad. Una de las satisfacciones menores de mi vida de
escritor es la de haber asumido esa resolución y haber logrado, me
parece, llevarla hasta el fin. También con los personajes aquellos a
quienes la absoluta necesidad del caso- el de Mrs. Verloc- pone de
relieve dentro del conjunto de Londres, también con ellos alcancé esas
pequeñas satisfacciones que tanto cuentan en la realidad frente al
cúmulo de dudas oprimentes que rondan con persistencia todo intento de
trabajo creativo. Por ejemplo, con Mr. Vladimir mismo, que era perfecto
partido para una presentación caricaturesca, me sentí, gratificado
cuando escuché decir a un experimentado hombre de mundo: «Conrad debe
haber tenido relación con ese mundo o por lo menos tiene una excelente
intuición de las cosas», porque Mr. Vladimir era no sólo posible en los
detalles, sino, justamente, en lo esencial. Luego, un visitante llegado
de América me contó que toda clase de refugiados en Nueva York sostenían
que el libro había sido escrito por alguien que los conocía mucho. Éste
me pareció un alto cumplido considerando que, de hecho, los he conocido
menos que aquel omnisciente amigo que me dio la primera sugerencia para
la novela. No dudo, sin embargo, que hubo momentos, mientras escribía
el libro, en los que yo era un total revolucionario, no diré más
convencido que ellos, pero ciertamente alimentando un objetivo más
concentrado que el de cada uno de ellos haya abrigado en el transcurso
íntegro de su vida. Y no digo esto por alardear. Simplemente atiendo mi
negocio. Con el material de todos mis libros siempre he atendido mi
negocio. Lo atenderé entregándome a él por completo. Y esta aseveración
tampoco es alarde. No podría haber obrado de otro modo. Una falsedad me
hubiera deprimido demasiado.
Las sugerencias para ciertos personajes del relato, respetuosos de
la ley o desdeñosos de ella, vinieron de diversas fuentes que, tal vez,
algún lector pudo haber reconocido. No son oscuras en exceso. Pero aquí
no me interesa legitimar a alguno de esos personajes, e incluso, para mi
criterio general acerca de las reacciones morales entre el criminal y
la policía, todo lo que me aventuraría a decir es que me parecen por lo
menos sostenibles.
Los doce años transcurridos desde la publicación del libro no han
cambiado mi actitud. No me arrepiento de haberlo escrito. Recientemente,
circunstancias que nada tienen que ver con el contenido general de este
prefacio, me impulsaron a desnudar este relato de sus ropajes
literarios de indignado desdén, con que mucho me costó revestirlo años
atrás. Me vi forzado, por así decir, a mirar su esqueleto desnudo: es
una horrible osamenta, lo confieso. Pero aún me permitiré decir que al
relatar la historia de Winnie Verloc hasta su final anarquista de
absoluta desolación, locura y desesperanza, y al contarla como lo he
hecho aquí, no he intentado cometer una afrenta gratuita a los
sentimientos de la humanidad.
JOSEPH CONRAD
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